domingo, 30 de julio de 2017

Leí.

Era una tarde de telaraña, de esas que te atrapan en un remolino de inmovilidad en una habitación llena de vacío.
Confieso, que estaba perdida en las páginas de un libro lleno de desesperanza, leyendo cómo moriremos solos, leyendo esa patraña de que si somos buenos tendremos donde descansar, a donde sea que vayamos a ir.

En mi lecho de muerte pensaré en los dioses y los ángeles... Como una pagana irreal, como ese marinero que ve venir el tifón y empieza a añorar tierra firme, aunque eso no era lo que le hacia felíz.

Pensaré en un lugar que recuerdo, en algun sitio en el que estuve hace tanto tiempo que ya no sepa si era real o no, donde el cielo estaba herido, y los pecados eran lo sagrado.

Y leí.
Hasta que el día terminó
Y me senté con remordimiento, por todas las cosas que he hecho, por las que no.
Por todo lo que he sido y por todo lo que nunca he llegado a ser.

Seguí leyendo, hasta que se consumió la tarde y se hizo una noche profunda. Hasta cuando ya hace tanto frio que quema, hasta que se te acaba el libro y sigues pasando paginas imaginarias, y lees palabras que ya no existen, inventadas, como cuando sueñas despierto con algo que te gustaria que pasase y al abrir los ojos te chocas con la realidad.

Un golpe me atizó la mente, seco y conciso. Saqué una cerilla, se veía a kilometros de distancia en medio de la ciudad.
Acerqué la llama a las hojas, me juré que todos los demonios y el miedo que hubiese dentro desaparecerían.
Poco a poco el fuego fue ahogando la tinta, se derretían millones de pensamientos, buenos, malos, siniestros, sinceros.
Mientras lo veía arder imaginé como seria la vida sin pensamientos.
Me giré y solo habia ceniza, de algo material a una cosa miserable que desaparece con un soplido.

Siempre seremos las personas que no fueron capaces de soplar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario